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ACERCA DE LA EXPOSICIÓN
Ejercicios de autonomía
Victoria Cabezas y Priscilla Monge
26 de setiembre – 10 diciembre 2018
Esta exposición reúne el trabajo de dos artistas costarricenses, Victoria Cabezas y Priscilla Monge. Ambas han empleado modos experimentales de creación y la autorepresentación para hablar sobre la cultura popular, la economía política, el espacio doméstico, la violencia sexual o los roles de género, pero sobre todo para reclamar la autonomía de sus vidas y cuerpos. Poner en diálogo la obra de estas dos creadoras permite comprender también las transformaciones del arte de las últimas décadas. La selección –que incluye numerosas obras de ambas nunca antes vistas– busca ampliar las perspectivas sobre su trabajo así como señalar el compromiso y rigor de sus procesos de investigación artística. Con esta exposición, TEOR/éTica continúa su proyecto de revisión de artistas mujeres que han transformado radicalmente los lenguajes del arte contemporáneo en Centroamérica.
Esta exposición da cuenta de cuatro aspectos que la obra de Cabezas y Monge abordan críticamente: 1) la construcción visual de la masculinidad; 2) la teatralización de la identidad y del amor; 3) la violencia presente en el ámbito doméstico; 4) los ideales normativos de lo femenino modelados por los medios de comunicación. Ambas artistas han buscado evidenciar y deshacer los estereotipos sociales a través de obras que fluctúan entre el humor y el dolor, entre la escenificación paródica y el registro documental, entre el reclamo por la autorrepresentación del deseo sexual femenino y la resignificación política del trabajo manual y los espacios privados.
Victoria Cabezas
La obra de Cabezas explora las complejas relaciones entre economía, erotismo, identidad y cultura televisiva. A fines de los sesenta ella trabajó con grabado y pintura, para elegir poco después el medio fotográfico como su herramienta privilegiada de análisis de la realidad. La artista desarrolló desde esos primeros años una aproximación técnica experimental a través del coloreado manual de las fotografías, el viraje a distintos tonos o el uso de materiales reflectantes, lo cual fue un indicio de su voluntad de investigación científica para quebrar los límites de la tradición en función de sus deseos comunicativos.
A inicios de los setenta Cabezas realizó uno de sus proyectos más importantes dedicado a la iconografía de los bananos a modo de comentario sobre el deseo sexual, la comercialización de bienes, el exotismo y la explotación. En esta serie, iniciada cuando era estudiante en la Universidad de Florida entre 1972 y 1973, Cabezas colocaba racimos de banano a modo de extensiones o prótesis de cuerpos masculinos o los hacía aparecer como paisajes enrarecidos, mecanismos sonoros o juguetes de tela. El simbolismo del banano fue empleado por la artista como una respuesta a los prejuicios y estereotipos con que ella era percibida durante su etapa de estudiante por su origen centroamericano. Sus obras parodiaban la virilidad masculina y comentaban las relaciones de poder y de violencia asociadas a la producción de bananos y otros productos agrícolas de Centroamérica y el Caribe, los cuales derivaron en ocupaciones militares estadounidense en la región.
Esa combinación de humor y erotismo continuó presente en otro de sus proyectos más ambiciosos, la serie Mujeres, gatos y televisores (1983) que realizó durante una maestría en el Instituto Pratt en Nueva York. Su cuerpo y los interiores de su pequeño departamento se convirtieron en el escenario de elaboradas ficciones autobiográficas que buscaron reflejar la relación entre las telenovelas y el confinamiento cultural de la mujer al espacio privado –en oposición a una esfera pública controlada por los hombres. De un modo similar, el lazo afectivo con los gatos aparece como una metáfora feminista de la distracción y la interrupción frente a una cultura mediática modelada por los hombres.
En esos años, Cabezas realizó numerosos autorretratos los cuales intervenía en el proceso de copiado a través de técnicas como la goma bicromatada, la solarización y el plateado selectivo –este último inventado por Cabezas y del cual posee la patente. En la serie Autorretrato (1981), Cabezas escenifica gestos de seducción que culminan con la imagen de un desnudo femenino recortado de una revista erótica. En El beso (1982) presenta una teatralización del amor a través de once imágenes que emulan la secuencia de imágenes fijas del cine. Trabajar con su cuerpo desnudo daba cuenta de su deseo de afirmación de un erotismo propio más allá de la economía del deseo masculino. Su obra enfatiza el rol de los medios de comunicación en la construcción de la identidad así como ofrece una oportunidad para concebir la creación de imágenes como espacios de placer y libertad.
Priscilla Monge
La obra de Monge se ha dedicado a confrontar la manera en que las jerarquías de género condicionan el espacio social, revelando el entrelazamiento entre amor y agresión. Luego de estudiar pintura en la Universidad de Costa Rica, la artista empleó un repertorio de lenguajes como el bordado, la fotografía, la escultura el video y la instalación. El título de su primera exposición, “Priscilla no pinta”, en 1995, fue una declaración explícita de su deseo de cuestionar la tradición pictórica incorporando el lenguaje escrito como una manera de involucrar directamente al espectador.
En sus obras de los noventa los objetos cotidianos y de la cultura popular eran transformados en ensamblajes extraños que hablaban de temas como la violencia sexual, el miedo o la identidad modelada por la cultura deportiva. Monge creó pelotas de fútbol usando toallas sanitarias, ensambló una bailarina de bronce en la base de un taladro, pintó peleadores de lucha libre sobre tapices convertidos en campos de fútbol. Sus obras indagaban en el erotismo y la coreografía del cuerpo así como los gestos de autoridad y dominio. Su atención sobre las formas de celebración social asociados al deporte y la actividad de los hombres –como en su serie Monumentos (2004)– subraya cómo estos funcionan como tecnologías de producción de la masculinidad.
Otros aspectos de su trabajo denotan los vínculos entre muerte y domesticidad, lo cual está asociado a una cultura misógina en donde la vida de las mujeres ocupa un lugar subalterno. Sus vestidos de papel o pinturas de patrones decorativos son elaborados con sangre que ella transfiere por medio de serigrafía. Monge muestra cómo el poder opera no solo a través de la violencia directa sino por medio de sutiles relaciones de dominación en donde unas determinadas visiones del mundo oprimen silenciosamente a otras. Desde allí, la artista examina las formas en que la educación y el ámbito familiar inducen la socialización de las mujeres bajo nociones patriarcales de abnegación, sufrimiento o seducción, los cuales deconstruye y parodia en el video Lección 3: Cómo morir de amor (2000).
Su obra reciente continúa explorando las sensaciones de pérdida, dolor y duelo. En Ella apagó la última llama que quedaba (2017) la artista reproduce una fotografía polaroid en gran escala donde se perciben pequeños detalles de un incendio. Instrumento de medición (2014-2015) consiste en siete relojes circulares grabados en mármol en alusión a la prueba forense llamada “reloj” practicada para identificar cicatrices que indiquen signos de una violación. La delicadeza del material y la belleza de las imágenes son un comentario certero de una violencia disfrazada en la vida cotidiana.
En un contexto social y cultural profundamente patriarcal, Cabezas y Monge respondieron creando sin concesiones ni complacencias. Ese mismo impulso les permitió transgredir los lenguajes, técnicas y tradiciones artísticas para morder la realidad. Sus imágenes son un ejercicio de sinceridad, empatía y autorreconocimiento.
Miguel A. López
Curador
INFORMACIÓN
ARTISTAS: Victoria Cabezas y Priscilla Monge
SALAS: TEOR/ética, Lado V
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